
Minutos antes de las tres de la tarde entro en el vagón del metro de la estación de Sevilla. En el penúltimo. Y ahí, invariable desde hace una semana, viaja un hombre de pelo blanco, ropa envejecida y mirada inquieta. Ya hace siete días que me habla al entrar. Siempre es amable, aunque a su alrededor se abre un espacio inusualmente amplio para la hora punta que empieza. Desde su boca de labios finos salen palabras suaves. El primer día apartó su mano del hierro que hay junto a la puerta para que pudiese tener un espacio en el que sujetarme.
- Ten cuidado, agárrate a mi lado.
Fui obediente, puse la mano donde me dijo y así evité tropezar cuando el metro partió de la estación a toda velocidad. Le sonreí agradecida.
En la siguiente estación habló también. Pero la chica a la que ofrecía un espacio para la mano prefirió seguir hacia dentro y ni le miró.
En la siguiente estación me bajé y le dije adiós.
El segundo día volvió a aparecer en el mismo tren, a una hora similar, con una ropa parecida.
- Aquí tienes sitio. Es mejor no hacer equilibrios.
Una vez más acepté su ofrecimiento.
Le hace hueco a quien entra. Habla a quien elige. Pero no recibe respuesta. El sigue con su empeño, o con su manía, o con su educación...
Hoy se ha limitado a sonreirme porque las palabras han sido para una madre que llegaba llevando a sus dos hijos de la mano. Les ha cedido el espacio a ellos. Los niños, pequeños, le han mirado por encima de sus gorras, pero la madre se ha limitado a seguir gritándoles que ya no les repetía más veces que estaba cansada de gritar. Cualquiera lo diría, porque de su voz seguía saliendo un torrente de voz chillona.
Mañana volveré a esperar en el mismo lugar del andén a que llegue el hombre de chaqueta gastada al que los demás no se quieren acercar porque habla. Y aceptaré, si me lo deja, el hueco sobre el que colocar mi mano.
- Ten cuidado, agárrate a mi lado.
Fui obediente, puse la mano donde me dijo y así evité tropezar cuando el metro partió de la estación a toda velocidad. Le sonreí agradecida.
En la siguiente estación habló también. Pero la chica a la que ofrecía un espacio para la mano prefirió seguir hacia dentro y ni le miró.
En la siguiente estación me bajé y le dije adiós.
El segundo día volvió a aparecer en el mismo tren, a una hora similar, con una ropa parecida.
- Aquí tienes sitio. Es mejor no hacer equilibrios.
Una vez más acepté su ofrecimiento.
Le hace hueco a quien entra. Habla a quien elige. Pero no recibe respuesta. El sigue con su empeño, o con su manía, o con su educación...
Hoy se ha limitado a sonreirme porque las palabras han sido para una madre que llegaba llevando a sus dos hijos de la mano. Les ha cedido el espacio a ellos. Los niños, pequeños, le han mirado por encima de sus gorras, pero la madre se ha limitado a seguir gritándoles que ya no les repetía más veces que estaba cansada de gritar. Cualquiera lo diría, porque de su voz seguía saliendo un torrente de voz chillona.
Mañana volveré a esperar en el mismo lugar del andén a que llegue el hombre de chaqueta gastada al que los demás no se quieren acercar porque habla. Y aceptaré, si me lo deja, el hueco sobre el que colocar mi mano.