jueves, 30 de agosto de 2007

Mi querida rutina


Siempre he llegado con pereza y hastío a los últimos días de las vacaciones, a esa vuelta a la normalidad que suponen el trabajo, la rutina, lo cotidiano de una vida que se engancha demasiadas veces en el día a día. Estas horas finales de agosto en Madrid tienen un sabor a tranquilidad que es difícil de soltar. Las calles están más vacías, los restaurantes tienen sitio libre para cenar sin pensar en la reserva, el tráfico se diluye, las compras se hacen más llevaderas por el espacio libre que hay en las tiendas…

Pero tengo que reconocer que este año quiero que vuelva esa rutina, quiero volver a lo cotidiano, quiero volver a un trabajo que me deslice suavemente de la mañana a la tarde, quiero esperar a mi hijo en la puerta del colegio y sacar un rato libre antes de hacer los deberes para ir a jugar al parque, quiero la vida de invierno. Y es que no poder tener lo cotidiano me ha hecho desearlo. Durante unos días de agosto he tenido que hacer reposo, no pude hacer lo que cada día no me gusta hacer, pero tampoco lo que sí. No pude salir a comprar, a dar un paseo o a ver qué película me apetecía disfrutar. He comprobado que me gusta cierto sabor de lo habitual. Y este año saludo con placer a la querida rutina (que, no obstante, desafiaré haciendo algo nuevo que no me deje por entero en sus brazos).

domingo, 26 de agosto de 2007

Esas voces


La estridencia de las voces. Ese es uno de los ruidos que me resultan más molestos y que cada vez descubro con más evidencia alrededor. Lo que me mata no son las canciones a todo volumen en los móviles, que tanto desesperan a Manu; ni los coches que pasan con las ventanillas bajadas con la música desbordando su propio espacio que lamenta el periodista. Lo que me puede son los gritos que se escuchan en la quietud de un restaurante, en la tranquilidad de una espera, en la calma de un parque. Y no es que yo hable precisamente en voz queda, pero intento huir del grito (aunque alguno se me escape llamando la vigésima vez a Mario para que haga algo).

Hace dos veranos fuimos con dos niños de viaje por Rumanía. Mi hijo y mi sobrino (cinco y seis años) vinieron a hacer un recorrido por el país en un coche que alquilamos al llegar a Bucarest. La idea que podamos tener de Rumania desde aquí seguro que es muy lejana al país hermoso, verde, escultural y silencio que es el país real. En ese viaje redescubrí el silencio y lamenté el escándalo que acompaña lo nacional, lo español. Fui plenamente consciente cuando subimos a un teleférico y los rumanos nos miraban sorprendidos por el volumen de nuestras voces. La de los niños gritando su alegría al ver el mundo desde la cabina y el nuestro rogándoles que no armasen tanto jaleo. Ellos no daban crédito a los decibelios que éramos capaces de producir únicamente seis seres humanos. Cuando paseando por esas preciosas ciudades descubríamos un parque infantil nos sorprendíamos, porque no eran las voces infantiles las que nos alertaban de que cerca había un lugar con columpios, como sí ocurre aquí. Y en esos parque los niños jugaban felices, tanto como por aquí.

El año pasado volvimos a repetir experiencia los mismos seis en el sur de Francia. Y ahí la quietud es famosa. Esta vez logramos más silencio, eso sí, a fuerza de advertir cada día a los niños, ya de seis y siete años, de la importancia del respeto.

Y todo lo volví a recordar anoche cenando en un restaurante. Entramos con los dos niños, ahora con siete y ocho años, y los que ya estaban comiendo lo hacían en un volumen relajadamente moderado. Hasta que la chirriante voz de mi sobrino empezó a preguntar qué ponía en la carta…

miércoles, 22 de agosto de 2007

La inquitetud de los mundos


Unos ojos felinos miran fijamente a quien tiene entre sus manos uno de los libros más interesantes publicados en los últimos años. Es la portada de “Kafka en la orilla”, del japonés Haruki Murakami. Durante estas vacaciones he podido leer mucho, casi tanto como a lo largo de todo el año, es lo que tiene la tranquilidad de días que se han dejado pasar lentamente. Y este es, sin duda, el libro que más me ha llamado la atención. Bueno, está claro ya, que estoy de vuelta ¡hola!

Se cuenta la aventura vital en la que entra, sin anestesia, un joven que el día en que cumple 15 años se va de casa huyendo de un padre ausente, un padre que está convencido de que se repetirá la tragedia clásica en la que el hijo le matará. Y en la que añade que la madre y la hermana desaparecidas en su infancia entrarán en la vida del adolescente a través del sexo.

Recuperando la mejor tradición en la que se mezclan las realidades, volviendo a la literatura que combina lo mágico con la vida actual, en este caso japonesa, el relato consigue introducirnos en un mundo paralelo en el que lo sencillo se convierte en filosofía.

Una reflexión para seguir pensando: “Cada uno de nosotros pierde algo muy preciado. Oportunidades importantes, posibilidades, sentimientos que no podrán recuperarse jamás. Esto es parte de lo que significa estar vivo. Pero dentro de nuestra cabeza, porque creo que es ahí donde debe de estar, hay un pequeño cuarto donde vamos dejando todo esto en forma de recuerdos. Seguro que es algo parecido a las estanterías de esta biblioteca. Y nosotros, para localizar dónde se esconde algo de nuestro corazón, tenemos que ir haciendo siempre fichas catalográficas. Hay que limpiar, ventilar la habitación, cambiar el agua de los jarrones de flores. Dicho de otro modo, tú deberás vivir hasta el fin de sus días en tu propia biblioteca”. (Página 580 de la edicición de Tusquets)

Un viejo que en su infancia cayó desplomado al suelo junto a sus compañeros de clase sumido en un desmayo que a él le impidió volver a leer, pero le permite hablar con los gatos; un bibliotecario que mira, comprende y no juzga; una mujer herida en el corazón y anclada en una juventud que le dio el amor; y el quinceañero que huye son los protagonistas de una historia tan ágil que es imposible despegar la vista de sus hojas.

“Kafka en la orilla” me ha hecho recordar las emociones que sentí cuando leí “Cien años de soledad”. La distancia entre los dos libros es amplísima, incluyendo las culturas sobre las que se asientan cada una, pero la magia de los mundos paralelos que se hacen reales está viva en las dos obras.

Murakami llegó a la literatura a través de la música, y sus obras escritas tienen la cadencia de las partituras.