
La idea de estar junto al mar me sigue atrayendo... y apenas sé por qué. Pensar desde Madrid en la brisa fresca, en el sonido del agua acercándose a la tierra o en el sabor salado del agua y de los cuerpos que se han bañado se convierte en una tentación. Pero eso es únicamente cuando estás lejos de una playa durante los meses de verano. Porque cuando te acercas a ella empiezas a darte cuenta de que lo que tienes en la mente es una idea de postal que queda en pocos lugares y que nada tiene que ver con la realidad.
Lo que hay en la mente es una idea, es un ente que no existe, es una foto fija en la que cada uno de nosotros ha ido borrando todo lo que no quiso ver, pero que está en nuestras playas. Durante los meses de invierno la mente va borrando de la fotografía de la playa de verano todo lo que no le gustó. Así, de la mente desaparecen las miles de sombrillas de colores imposibles que inundan la primera línea de playa desde que va apareciendo el sol. Mi mente de invierno me había hecho este año la trampa de olvidar las hamacas y las neveras sembradas en la arena. La muy traidora se había olvidado de los que juegan al "tenis" en la misma orilla metiéndote la raqueta por el costado según sales de agua. La muy gamberra había eliminado el sonido de la postal de una playa en julio que incluye voces llamando a niños, a abuelos o a vecinos. La muy perversa se había ocupado de eliminar la sensación de que lo mejor es mirar únicamente hacia la línea del horizonte porque si no lo que te encuentras con la vista son paisajes llenos de invernaderos de plástico, de urbanizaciones llenas de ladrillo o de chiringuitos estridentes. Pero apenas ha hecho falta una semana para que, de golpe, la realidad se haya encargado de decirle a la mente de invierno que este año no va a dejar que borre ni un solo detalle de lo que acaba de dejar de ver.