viernes, 20 de abril de 2007

El rincón del viaje: Zagora


Zagora hace de puerta del desierto en Marruecos. Esta ciudad de bello nombre es un punto estupendo para plantearse cómo entrar a las arenas del desierto, para pensar qué medio de transporte se puede utilizar. En Zagora, los que se acercan a los turistas son tranquilos marroquíes que invitan a un té o a una comida recién hecha en el interior de una tienda antes de ofrecer un viaje en camello que, seguro, será inolvidable.

A una veintena de kilómetros de Zagora el suelo ya se hace arena. De la más fina y dorada que se pueda imaginar. A 20 kilómetros de Zagora el sol se vuelve rojo, el aire se hace más denso, y los rayos de sol empiezan a castigar con severidad. A 20 kilómetros de Zagora se abre todo el misterio del desierto, su luz, su calor, su inmensidad absorventemente bella. A 20 kilómetros de Zagora los dátiles saben más dulces, el agua se saborea con más placer y la noche es más limpia y despejada que nunca.

Zagora es una ciudad administrativa, colonial francesa, llena de hoteles para los que empiezan o vuelven del desierto. En Zagora se contratan las excursiones en camello con bereberes, o con hombres azules que han huido de la dureza del desierto y que han encontrado en los viajeros una fuente de ingresos. Los guías de Zagora saben bien qué es vivir en el desierto, por eso sonríen cuando alguien se quiere internar en su infierno aunque sea por unos pocos días… o por unas simples horas.

Pero muestran orgullosos las dunas, y con un andar cansino inician las rutas que se hacen en camello… las más curiosas de todas. Una excursión desde Zagora hasta las dunas debe durar como mínimo dos días. Porque así se pasará, al menos, una noche durmiendo al raso. Las noches en el desierto, al aire libre, sin tiendas de campaña, sin ladrillos que impidan ver el cielo, tienen un tiempo diferente al resto. El calor del sol, cuando anochece, se convierte rápidamente en un torrente de aire fresco. Las estrellas aparecen más vivas, más claras y más infinitas en el cielo que se ve tumbado desde el suelo. La luna se hace cómplice de las noches del desierto. Su luz es más plateada.

No hay nada que deje de sorprender en el desierto. Tampoco el amanecer. La luz inunda las diminutas pizcas de arena llenándolas de reminiscencias malva. El frío vuelve a dejar su sitio a los cálidos rayos de sol, que saben que el día es suyo y rápidamente empiezan a reclamar el protagonismo hasta hacerse los dueños indiscutibles. Con el sol llega también el aire… que se mete en los pulmones ya caliente.

El desierto es implacable… y es inolvidable.
Foto: danheller.com

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